Embarazada de mi segundo hijo, perdí a mi padre
Murió inesperadamente de un infarto. Cerrando la semana 36 de mi embarazo y a punto de cumplir 31 años, me quedé huérfana de padre.
Recuerdo, en mi estado de shock, decirle a mi marido: es que ya no tengo papá. Y él, experimentando la primera pérdida conmigo me decía… “yo sé amor, yo sé”.
Lo odiaba por eso. Quería que me dijera que no perdí a mi papá, que siempre tendría papá… pero la realidad es que nunca más lo vería.
Nunca más hablaría con él por teléfono, como lo hacíamos diario. Nunca más me pelearía con él por tonterías (y como disfrutábamos discutir). Nunca más tendría a esa persona clave con la que podía “ensuciar” cuando estaba enojada. Siempre me hacía la segunda. Si alguien me caía mal, a él le caía peor.
Tenía a un aliado incondicional, un aliado que después de casi 31 años logró entender que su hija era diferente, que no era parte del molde que él quería, que era entre muchas otras cosas su espejo.
Cuatro días después de su muerte, y el día que cumplí 31 años nació mi hijo. Fue una cesárea de emergencia, una de mis arterias dejó de mandarle sangre al cerebro a mi bebé, y así como entré al ultrasonido salí directo hacia el quirófano.
Nació casi un mes antes de tiempo, fuerte y gordito, sano y tranquilo. Y mi papá no lo conoció…
Esa noche soñé con mi papá. En mi sueño era joven, sano, fuerte. Entraba con una caja enorme en el cuarto del hospital, un regalo para su nieto. Desperté y no entendí absolutamente nada.
Pensé que mi realidad era el sueño… quería volverme a dormir. Pero tenía un recién nacido, un recién nacido que necesitaba de mi calor y de mi amor, así como yo lo necesitaba de mi papá. Así que seguí, seguí sin ganas y sin fuerzas, porque eso es lo que hacemos las mamás.
Años más tarde, mis hijos platicaban de su abuelo, (mi hija de 6 y mi hijo de 4). Mi hija le hablaba a mi hijo sobre “abue”, y como siempre le compraba helados y le hacía sorpresas. Le dijo: “tú no lo conociste, porque mientras él subía, tú bajabas”. Yo, con lágrimas en los ojos y manejando hacia mi casa sólo escuchaba muy atenta a su conversación.
Mi hijo, con total seguridad le contestó: “claro que sí lo conocí. Los dos estábamos en el elevador, solo que él iba hacia arriba y yo hacia abajo”. Yo no dejaba de llorar, pero me pregunté… ¿y si sí?
Han pasado 6 años y 7 meses desde que se murió mi papá y nació mi hijo. El tiempo me juega chueco, siento que fue ayer que escuché su voz por última vez, pero he visto a mi hijo crecer y hacerse un niño increíble, un niño que nació el mismo día que yo, un niño que me ama incondicionalmente y que me da más amor del que algún día imaginé.
Por lo cual hoy, después de tantos años puedo decir que lo que me ha “curado” a raíz (además de terapia obviamente), ha sido el amor incondicional de mis hijos. Hijos que llevan la sangre de su abuelo, por lo cual aunque como me decía mi esposo, si me quedé sin papá, él sigue aquí a través de ellos.
Texto: Raquel Caspi Miller.
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