Cuando un hijo se enferma
Tener un hijo implica verlo enfermo una buena parte de su niñez, pero entendemos de sacrificio y amor en cada enfermedad.
Las noches se vuelven eternas sin dormir mientras cuidamos que no suba la temperatura, que puedan respirar bien, que la tos no sea tan fuerte o mientras pasa el dolor de estómago.
Las mesitas de noche se llenan de medicamentos, termómetros y trapos húmedos listos para usarse en caso de ser necesario, mientras tenemos en la mano el teléfono con la autorización de la pediatra y para avisarle si las cosas se ven ponen complicadas.
Cuando un hijo se enferma la impotencia por no poder hacer desaparecer su dolor es gigante. Frotas tus manos sobre su pecho para que la tos y los moquitos desaparezcan y pueda volver a respirar.
Le susurras al oído que todo pasará, que se sentirá mejor muy pronto y lo tomas de la mano para que tenga fuerzas y pueda con todo esto.
Si pudieras voltearte de cabeza lo harías, si pudieras tú sentir el dolor de las inyecciones, cambiarías tu lugar por el suyo sin pensarlo. Pero sabes que eso es algo que tiene que vivir él y lo único que puedes hacer es estar a su lado para reconfortarlo.
Para abrazarlo fuerte con todo tu amor, porque no hay nada como mamá para que el dolor disminuya.
Cuando los hijos se enferman no queremos otra recaída, por lo que seguimos lo que nos dicen al pie de la letra, les damos sus tratamientos, les hacemos nebulizaciones, lavamos sábanas y limpiamos los juguetes por aquello de que el virus lo vuelva a atacar. Cambiamos su alimentación, la nuestra y hasta el jabón de ropa. Incluso podríamos tener un nuevo estilo de vida.
Porque las mamás haríamos todo por verlos bien, y nuestro amor es la magia que cura todo.