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El cuervo roba el sol

Publicado: 5 de Diciembre 2018
Todas las edades
Foto: Naran Xadul
Foto: Naran Xadul

Hace mucho, mucho tiempo, los hombres vivían en la oscuridad, pues no había estrellas ni luna ni sol, y la única luz que se conocía era la de las fogatas.

Por aquel entonces, el cuervo era totalmente blanco, desde la punta de las garras hasta la punta de las alas. El cuervo sabía que el jefe de la tribu guardaba el sol, la luna y las estrellas en tres inmensos cofres de madera labrados y pintados de amarillo, de blanco y de azul respectivamente.

Los cofres estaban custodiados en el centro de la casa del jefe, y nadie podía acercarse a ellos. Ni siquiera su esposa o su hija. Una tarde, el cuervo se posó sobre el tiro de la chimenea y escuchó el lamento del jefe de la tribu. Le decía a su esposa que se sentía viejo y que le apenaba sobremanera comprobar que su hija no tenía descendencia. Deseaba un nieto, y temía morir y que su linaje se perdiera.

En ese mismo instante, el cuervo blanco tuvo un feliz idea. Se convirtió en un bebé y se colocó a la entrada de la casa. El jefe oyó un llanto, abrió la puerta y grande fue su sorpresa al encontrarse con un bebé.

Lo tomó amorosamente en sus brazos, lo llevó cerca de la chimenea y pidió que le trajeran leche. Era tan intenso su deseo de tener un nieto que le pareció que ese pequeño se lo enviaban los dioses. En su regocijo, no le importó ni el origen del bebé ni su insistente llanto; él lo cuidaba y lo abrazaba con ternura como si fuera sangre de su sangre.

Pasados unos meses, el niño empezó a dar sus primeros pasos y a descubrir el mundo que lo rodeaba. Una mañana que no cesaba de llorar, el niño señaló el cofre azul. Quería jugar con él, y el jefe, para complacerlo, se lo permitió. En un segundo, el niño abrió el cofre y las estrellas salieron y se posaron en el firmamento. El abuelo lo vio tan contento que nada dijo.

Al día siguiente, el niño volvió a llorar y a encapricharse con el segundo cofre, que era el de color blanco. Con tal de verlo feliz, el abuelo le permitió también jugar con él y el niño lo abrió. Embelesado, el niño pudo contemplar el círculo plateado de la luna subiendo al cielo; el abuelo se emocionó al mirar el reflejo luminoso en los ojos del niño.

Faltaba el último cofre, al que el jefe de la tribu apreciaba más que ninguna otra cosa. El niño comenzó a llorar y el abuelo intentó distraerlo con sus juguetes. El niño insistía en que quería abrir el cofre amarillo y el abuelo no tuvo corazón para negárselo. Cuando las pequeñas manos destaparon el último cofre, el sol, como una inmensa burbuja de fuego, empezó a escalar el cielo, dando su luz y su calor sobre la tierra.

En el momento en que el sol ascendía al cielo, el niño se convirtió nuevamente en cuervo y el jefe comprendió el engaño. Sintiéndose burlado, intentó atrapar al pájaro blanco y éste se metió en la chimenea, subió por el tiro y se cubrió de hollín. ¡Cuál no sería la sorpresa del cuervo al ver, a la luz del sol, que todo su plumaje y también su largo pico se habían vuelto de color negro azabache!

Pero, al cuervo no le importó. Se sentía feliz por haber cumplido su misión en la tierra: los hombres disfrutarían de la luz y del calor del astro rey todos los días, y ningún jefe podría atesorar para sí mismo este regalo de los dioses.

 

Por: Silvia Dubovoy

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