El reto de vivir un duelo intenso y ser mamá....
Este ha sido un año muy difícil para mi familia y para mí. En menos de 5 meses perdí a tres familiares cercanos, incluida a mi adorada hermana, tras una corta y dolorosa lucha contra el cáncer.
El reto de vivir un duelo intenso y ser mamá de tres hijas, cada una en una etapa distinta, ha sido grande. En menos de un año nuestras vidas se pusieron de cabeza, el mundo dejó de ser un lugar seguro, los roles familiares cambiaron y en mi recámara empezamos a dormir 5.
El duelo por un ser querido es una experiencia muy extraña, yo diría que casi imposible de explicar a quien no lo ha vivido de primera mano. He llorado en estos meses más que en toda mi vida adulta y mi cantidad de energía es apenas suficiente para cumplir mis responsabilidades básicas de mamá y profesionista para después caer rendida en la cama.
Además, no sólo yo estoy en duelo: a mis chiquitas les ha tocado experimentar de primera mano situaciones que yo no viví de niña y en muchas ocasiones he sentido que me rebasan como mamá y como conocedora del desarrollo del Niño.
Mi intención al compartir esta historia es acompañar a aquellas mamás y papás, hermanos y abuelos que de pronto se encontraron como yo con la membresía a aquel club del que todos nos quisiéramos escapar, que yo llamo “la cofradía de dolor”.
Podría dedicarle varias páginas a describir lo que para mí ha implicado el duelo profundo: primero que nada la tristeza gigante, el agujero profundo que deja con sombra hasta los momentos más felices, lo fácil que es llorar frente a una imagen, una canción, unas palabras bien intencionadas.
También podría hablar de la culpa gigantesca: de estar viva, de que mis hijas me vean llorar, de ser ahora yo quien en ocasiones consuelo el llanto de mis sobrinos. Hasta podría hablar de la gratitud enorme de estar aquí, de poder secar lágrimas y ver atardeceres y sentir besos. Pero sobre todo, quiero compartir la experiencia de ser una mamá y estar en duelo, de preguntas difíciles, momentos dolorosos y cómo a fin de cuentas el amor acaba triunfando.
La llamada llegó a la mitad de la noche. Ya para esos momentos éramos 5 en la cama: mamá, papá y mis nenas de 9, 5 y 2 años. “Ya se fue, hijita” dijo la voz de mi papá en el teléfono. Lloré mucho y fuerte, tanto que desperté a mis hijas mayores. Hay teorías de crianza que dicen que no hay que llorar frente a los hijos, que les da inseguridad ver al adulto que los cuida vulnerable.
También hay teorías que dicen que ver a tus cuidadores llorar enseña que todos somos vulnerables y sujetos a emociones. Yo les contesto a ambos: en casos como éste, llorar es simplemente inevitable.
“¿Qué pasa mamita?” preguntó mi hija mayor asustada, despertando con llantos y gritos. “Su tía se murió”, les dije. En ese momento no hubo teorías ni lecciones de cómo hablar con los niños sobre la muerte, sencillamente fue lo que me nació decir. Las niñas sabían que su tía estaba muy enferma y que existía una posibilidad de que no se curara, pues desde un inicio mi esposo y yo habíamos decidido decirles siempre la verdad.
Lloramos abrazadas por un rato, entre lágrimas les aseguraba que yo podía llorar y cuidarlas a la vez, que estaba tremendamente triste pero siempre ahí para ellas. Desde ese día ya perdí la cuenta de cuántas veces me han visto llorar. No quiero decir que vaya por mi día a día siendo un mar de lágrimas permanente, más bien describo al duelo como olas de dolor que nunca estoy segura de qué causa tienen ni con qué intensidad se presentan.
Mientras tanto, he leído, pensado y vivido la experiencia con mis hijas, convencida de que los niños que viven un duelo pueden ser a largo plazo niños más empáticos y compasivos. Inicialmente, mis lágrimas causaban miedo y confusión pero poco a poco, cada una de las tres, desde su etapa de desarrollo, se ha familiarizado con la tristeza y el llanto como una emoción humana más, que llega, remueve, se libera y se va.
La tristeza es ahora una invitación para el cuidado del otro: para ofrecer abrazos, osos de peluche o palabras de consuelo; una emoción que nos hace ser vulnerables pero sin ponernos en peligro. La última vez que lloré, hace un par de días, la más pequeña de mis hijas me encontró en mi cuarto llorando en mi almohada. Se dio media vuelta y fue de cuarto en cuarto buscando a su papá y a sus hermanas avisándoles que era hora de cuidarme, “mamá está triste”.
A veces, mamá está triste y necesita que la cuiden también. Creo que aprender eso ayudará a que nuestros niños sean más compasivos y conscientes del dolor de los demás.