El lagarto y el camaleón
En las tierras del norte de África existía un pantano sin igual. En él, crecían multitud de arbustos y cañas, de diferentes tipos, cada uno de un color y de una forma. El dios de los cielos vio que aquel lugar era tan bello que descendió a la Tierra para quedarse a vivir con él.
Pensó que un lugar tan maravilloso merecía ser compartido por otros seres. Para ello, partió cañas y las transformó en personas y animales, y los fue acomodando por parejas, hembra y macho.
Surgieron así, los hombres blancos, los hombres negros, los animales salvajes, las aves, los insectos del bosque y de la pradera, los peces y las demás criaturas de los ríos y de los lagos. Y creó el sol y la luna para que habitaran el cielo y contemplaran desde allí su gran obra. Pensó que el sol podría iluminar el día y la luna vigilar la noche. Levantó los brazos y exclamó: -¡Que el sol se muestre de día y la luna de noche!
El dios de los cielos estaba satisfecho. Deseó entonces, hacer un último regalo a su creación. Después de un tiempo de vivir entre sus criaturas, se encontró con el camaleón, al que amaba especialmente, y le dijo:
-Tengo una noticia para todos los seres vivos: ve y diles que nunca morirán. El camaleón se sintió halagado por ser el elegido para dar tan buena nueva. Se puso en camino mientras movía sus ojos para todos lados y avanzaba pausadamente.
Cuando sentía calor, el camaleón se paraba a descansar bajo la sombra de los arbustos. Desde ahí, desenrollaba su larga lengua y atrapaba toda clase de insectos con los cuales se deleitaba. - ¡Te estás comiendo mi comida! –le gritó una rana.
El camaleón no quería discutir con la rana y adoptó un color rojizo para pasar desapercibido entre el follaje. La rana empezó a gritar más fuerte llamando a sus compañeras: - ¡Se está comiendo nuestra comida! Y, al instante, una multitud de ranas lo rodearon. Como no podía huir, el camaleón se puso del color de la sombra, pero las astutas ranas lo localizaron y brincaron encima de él golpeándole con sus patas: -¡Así dejarás de comerte nuestra comida! –exclamaban.
Cuando las ranas se hubieron alejado, el camaleón quiso continuar su camino. Pero no podía caminar porque se había lastimado seriamente una uña. Al cabo de un tiempo, pasó cerca de allí un lagarto y el camaleón los llamó para decirle: -ve en busca del dios de los cielos y cuéntale que no puedo cumplir su encargo porque las ranas me dejaron muy malherido.
El lagarto cumplió el recado. Al oírlo, el dios de los cielos se enojó por lo que le habían hecho al camaleón y ordenó al lagarto: -Tú serás ahora mi mensajero. Te ordeno que les comuniques a todos los seres que he creado, que tarde o temprano morirán. Nada ni nadie permanecerá sobre la Tierra para siempre. El lagarto corrió ansioso a transmitir el mensaje: -¡Todas las personas morirán, sean blancas o negras! ¡Todos los animales morirán, sean domésticos o salvajes! ¡Nada ni nadie permanecerá eternamente! Ésas son las palabras del dios que yo os repito.
Y es así cómo, desde entonces, todos los seres vivos están condenados a morir, dejando en el mundo a sus hijos y el recuerdo de su existencia.
Por: Silvia Dubovoy