Cada vez que le gritas a tu hijo, bloqueas su cerebro, según la ciencia
Si alguna vez le has gritado a tus hijos porque agotaron tu paciencia y sientes que ya no puedes más, y tu nivel de frustración está al máximo, seguramente habrás notado: o no te hacen caso o simplemente te miran con los ojos muy abiertos, quietos sin saber qué pasa.
Esta reacción ante los gritos es normal en los niños debido a que su cerebro se bloquea, al mismo tiempo que aumentan sus niveles de estrés y ansiedad.
De acuerdo con un estudio realizado por psiquiatras de la Escuela de Medicina de Harvard, los gritos impactan de manera negativa y permanente en la estructura de los cerebros infantiles.
En primer lugar, cuando gritas con mucha fuerza el niño se siente en peligro por lo que se activa la parte de su cerebro que les permite atacar o huir (el cerebro reptil de McLean), pero no puede conectar ni aprender.
De acuerdo con Karen Zaltzman, especialista en crianza, cuando se activa este cerebro de reptil, tu hijo tiene la percepción de una amenaza, ya que esa parte cerebral busca mantenerse segura.
Cuando se activa el cerebro reptil toda la energía se enfoca en defenderse del peligro. Asimismo, cuando el grito no hace que el niño se sienta en peligro sino más bien lastimado emocionalmente, se activa la región límbica. Esta región, aunque tiene más recursos que el cerebro reptil, básicamente fomenta que los niños culpen a los otros de lo que está sucediendo, por lo que tampoco se da mucho aprendizaje.
Huellas difíciles de sanar
Además de que su cerebro se bloquea, los gritos dejan grandes huellas difíciles de sanar. Incluso, es muy marcado este comportamiento negativo y muchas veces se suele replicar en la vida adulta, con los hijos.
Cuando los niños están expuestos constantemente a los gritos, aprenden que esa es la forma correcta de comunicar sus emociones y no entenderán para qué, ni cómo autorregularse.
Karen Zaltzman señala que es durante los primeros 6 años de vida cuando los niños aprenden de sus papás cuál es la respuesta correcta al desbordarse.
Por ejemplo, si mamá o papá grita, es normal que cuando el niño se frustre o se enoje también grite, porque esa es la “respuesta correcta”. Pero, si mamá o papá dialogan con el niño, intentan respirar y encontrar otras alternativas para expresar sus emociones, seguramente el niño podrá autorregularse y encontrar una reacción favorable.
No somos las únicas mamás gritonas...
Todas las mamás, alguna vez en la vida, hemos sentido que ya no podemos más y nuestra primera reacción son los gritos. De hecho, se estima que ocho de cada 10 mamás le gritamos a nuestros hijos una vez a la semana.
Esto nos muestra que esa falta de autocontrol es normal y esperable, sin embargo, no es lo deseable, ya que sólo podemos fomentar la mala conducta a mediano y largo plazo; enseñar una forma incorrecta de comunicarse con los demás; la relación se vuelve inestable y complicada.
Es cierto que erradicar esta conducta es muy difícil, pero si ponemos nuestro granito de arena cada día, lograremos un gran cambio en nosotros y en nuestros niños. Lo importante es que aprendamos a respirar, a darnos un minuto antes de reaccionar a la primera, a valorarnos como mamá y a entender el comportamiento de nuestros hijos.
Otras estrategias que podemos poner en práctica es tomar agua, salir a gritar afuera de la casa o en el baño, correr o brincar en un lugar, empezar una guerra de almohadazos con nuestros hijos (cambiando a algo divertido el enojo), cantar, pegarle a una almohada, rayonear en una hoja, bailar, etc.
Dejar de gritar no es algo que se cambie de hoy para mañana, simplemente armémonos de paciencia y eduquemos a nuestros hijos con amor y empatía.