Mi cesárea NO me hace menos mamá
Y ahí estaba en el quirófano a la semana 33 de mi embarazo, porque se calcificó mi placenta y comprometió el oxígeno que llegaba al cerebro de mi bebé y no había otra opción.
Tenía todo el miedo del mundo, nunca había estado en un quirófano, y con las ganas derrotadas porque yo quería un parto natural, como mi madre, como mi abuela, pero en los planes de mi Dios eso no pasaría.
Después de abrir siete capas de mi piel y traer al mundo a mi bebé, ya que le había dado un beso, ya que nos conocíamos, aún no me sentía madre, sentía que algo me faltaba, ¿era el estrujar mi cuerpo desgarrar mi alma pujando para que diera a luz de forma natural?, pero eso ya no pasaría así que con mi inexistente dolor porque seguía anestesiada, dejé que la noche pasara, la peor de mi vida, ya había nacido mi hija y no podía tenerla conmigo ni cantarle canciones, tampoco alimentarla con mi pecho, en realidad ¿ya era madre? Me sentía vacía.
Al siguiente día tenía dos horas para ver a mi bebé en terapia media intensiva, sólo dos horribles y cortas horas para verla, después de esperar siete meses enteros para conocerla, sólo podía pasar con ella 120 minutos. Pedimos una silla de ruedas, mientras tanto me arreglaba para que viera a mamá bonita... pasaron 15 minutos y no llegaba, entonces me puse unas pantuflas y le pedí ayuda a mi hombre para que me ayudará (como siempre lo ha hecho) a ponerme de pie y a caminar hasta mi princesa; las enfermeras me decían que tenía que esperar, que ya no debía tardar, pero yo ya no quería perder tiempo y caminé hasta el área de cuidados intensivos.
No me importó caminar con mi herida expuesta sin sentir dolor, sólo quería estar con ella. Aún recuerdo su carita, su color rosita, el olor a panquecito recién horneado, el calor de su cuerpecito. La veía de lejos, me aterraba cargarla y desconectar alguna de las mil cosas a las que estaba enchufada. Entonces entendí que yo no sentí el dolor de parto, pero verla ahí acostada con los ojos cerrados y con su vida dependiendo de un respirador, era peor que eso.
El amor de mi vida, lo que siempre esperé, a quien más amo y amaré por siempre no podía regresar conmigo a casa.
Al hacer mi maleta ya sin nada de anestesia, sentí el dolor más grande del mundo y no era superficial… era en el pecho, un dolor arraigado a mi alma, a mis entrañas, era peor que cualquier herida, peor que las siete capas de mi piel expuestas.
Caminando rumbo a mi hogar con las manos vacías, por un eterno callejón, recuerdo que subí las escaleras, no sentía nada, solo que extrañaba lo que había dentro de mi vientre y estaba en una incubadora a 10 cuadras de mi casa, no podía dormir con ella, ¿existe entonces un dolor más grande que este?
No sé qué nos hace madres, ¿en serio creemos que sólo el parto o la liberación de hormonas que crean conexiones emocionales durante el mismo? Pero créanme, me sentí madre cuando por fin cargué a mi hija en brazos y fuimos juntas a casa, cuando el peso de una herida desgarra tu cuerpo, encuentras fuerzas para tomarla en brazos y caminar por fin a su nuevo hogar.
Yo tuve a mi hija por cesárea y soy igual de madre que tú.
Por María Padilla para Naran Xadul