El origen de la noche
Hace cientos de años, los indios aché ya habitaban las selvas de Paraguay. Eran grandes recolectores y cazadores, y como por aquel entonces, la noche no existía, nunca podían descansar.
.El sol estaba siempre en lo alto del cielo y brillaba sin cesar. En el centro de la selva, Baio tenía encerrada una enorme olla de barro a la oscuridad. Dentro de ella, también permanecían prisioneros los pájaros y otros animales nocturnos. Un día, un padre y su hijo salieron de cacería y, persiguiendo una presa, se alejaron del poblado más de lo habitual. Llegaron a un lugar desconocido, en el centro de la selva, y encontraron la enorme olla.
-¡Vámonos de aquí! – dijo el padre atemorizado-. Esta olla es de Baio, el genio de la selva, y si él nos encuentra en estos dominios se enojará. -Espera un poco… -contestó el muchacho-. Nunca he visto una olla tan grande y me gustaría saber qué hay dentro. -No seas curioso y obedéceme, hijo. Te repito que esta olla es de Baio y no me gustaría encontrarme con él. -¡Qué miedoso eres! –repuso el hijo-. Baio no tiene por qué enterarse de que estamos aquí, y quizá la olla tenga algo que nos beneficie…-y diciendo esto, el joven tomó un palo y comenzó a golpear el recipiente.
A pesar de su tamaño, la olla era frágil, y con los golpes se formó una grieta por donde comenzaron a salir todas las criaturas nocturnas. La luna, asustada, huyó de su prisión y se ocultó de inmediato en las tinieblas, Baio, muy enojado, corrió a esconderse también en la noche. La oscuridad invadió la selva y no podían ver nada. No quedó ni un rayito de luz en ningún rincón.
Ahora era el miedo. A tientas, él y su padre regresaron a la aldea. -¿Qué ha sucedido? ¿Dónde se ha metido el sol? –preguntaban aterrorizados los demás habitantes del poblado. El muchacho tuvo que confesar su culpa: -Rompí la olla de Baio –dijo gimiendo-, y de su interior surgió esta negrura.
Pasaban los días y el cielo seguía totalmente oscuro. Nadie se atrevía a penetrar en la selva, donde monos, lechuzas y búhos ululaban, rugían las fieras y un sinfín de animales desconocidos se movían amenazantes entre las sombras. -¿Qué hacemos para que vuelva a salir el sol? Si no sale, moriremos de hambre…- se lamentaban todos.
Los hombres hicieron ofrendas y promesas, pero el sol no brilló. Al muchacho se le ocurrió quemar la cera de las abejas. El humo de la cera subió al cielo, despejó la oscuridad e hizo que el sol despertara y empezara a caminar de nuevo. Entonces, el sol y la luna, el día y la noche, la luz y la oscuridad, se pusieron de acuerdo y se alternaron cada día. Los hombres pudieron cazar y salir a buscar frutos para ganarse el sustento. Y pudieron también descansar después de sus tareas.
En un principio no les fue fácil acostumbrarse a la nueva situación, pero pasados unos días entendieron que hay momentos para trabajar y momentos para descansar. A partir de ese día, los indios aché queman cera de abejas durante sus ceremonias para recordar que, con esa ofrenda, lograron que el sol volviera a lucir.
Por: Silvia Dubovoy